La (in)seguridad alimentaria

11 de junio de 1996

La producción nacional de alimentos vive una situación de emergencia. Este año México importará alrededor de trece millones de toneladas de granos, pagando por ellos 3 mil 500 millones de dólares. Nuestros inventarios tienen existencias para dos semanas, cuando el mínimo de seguridad es de tres meses.

Para los consumidores la situación no es mejor. Los precios de los alimentos se han incrementado desproporcionadamente y sin control. En todo el país, pero sobre todo en las zonas rurales más pobres y aisladas, hay especulación y desabasto. En lugares como Chiapas, la realidad desmiente día a día a los funcionarios que aseguran que hay maíz suficiente para el consumo humano; decenas de tortillerías viven cotidianamente situaciones de ``paro técnico'' por falta de materia prima. La desnutrición de amplios sectores de la población se profundiza. El fantasma de hambrunas crece casi tan rápidamente como el temor al chupacabras.
El colapso en la producción de alimentos es general. Este año deberemos importar unas 5 millones de toneladas de maíz, 250 mil toneladas de frijol, 2 millones de toneladas de trigo. Habrá que pagar por ellas los precios más altos en décadas. El hato ganadero disminuyó en 30 por ciento en los dos últimos años. Entre enero y marzo de 1996 las exportaciones ganaderas se redujeron en un 81 por ciento, mientras que las importaciones aumentaron un 92 por ciento.
El problema no se reduce, sin embargo, a la caída en la producción, la salida de divisas en tiempos de crisis, y la disminución en la cantidad y la calidad de los alimentos a los que tienen acceso los consumidores finales, sino que es mucho más grave y delicado. Aunque el país tuviera dinero de sobra para comprar la comida fuera de sus fronteras, ésta podría no estar disponible en el futuro. En Estados Unidos el suministro de trigo se encuentra en sus niveles más bajos desde los años 40. Este año, además, la producción del grano se ha visto afectada por la sequía y el frío. Allí mismo la producción de maíz disminuyó en un 27 por ciento, y su consumo deberá reducirse en una cuarta parte durante los próximos seis meses para asegurar que su abastecimiento dure hasta el otoño. Dentro de este país, sectores afectados con esta situación (como los productores de pollo) plantean la necesidad de que su gobierno instrumente un conjunto de medidas que van desde el racionamiento de las ventas al exterior hasta el embargo total en las exportaciones. Nuestra seguridad alimentaria se encuentra profundamente lastimada.
Las versiones oficiales insisten en culpar de la crisis a la sequía que vive el norte del país. Obviamente, la producción ha caído como resultado de aquélla. Pero es apenas una cara de la moneda. La otra, más importante, es la política agrícola instrumentada en los últimos años. El gobierno de México apostó su futuro alimentario a su habilidad para comprar granos estadunidenses baratos, eliminando las acciones que estimulaban la producción nacional de alimentos. La producción agropecuaria de granos se quedó sin crédito suficiente, y los productores sin asistencia técnica ni investigación científica. Y la apuesta gubernamental fracasó.
La conjunción de esta crisis alimentaria con la crisis económica y política es alarmante. Pone en riesgo la nutrición de los mexicanos, desgasta aún más nuestra soberanía nacional y erosiona las posibilidades de recuperación económica de cualquier política de recuperación. Se requiere un cambio de rumbo. El anuncio del jefe del Ejecutivo del pasado 10 de abril, poniendo en marcha un programa especial de producción de maíz en el ciclo primavera-verano, es importante pero insuficiente. Por un lado, porque persisten los riesgos de politización y burocratización en su instrumentación (Procampo adelantado y contratación de 10 mil extensionistas agricolas). Por el otro, porque estas medidas deben acompañarse de acciones de fondo en cuatro ejes: financiamiento, comercialización, nuevas relaciones con el Estado y un incremento real del presupuesto al sector.
La cuestión de la seguridad alimentaria debe volver a ser una de las grandes prioridades nacionales. La seguridad alimentaria del país es básica para que éste pueda conservar su mermada soberanía. Garantizarla a todos los ciudadanos es una de las condiciones esenciales para el mejoramiento de la productividad del trabajo, y la gestión de recursos naturales, la conservación de la salud y la estabilidad política. Se trata, en sentido estricto, de un derecho humano, cuya satisfacción no garantiza de manera automática el mercado.
Los altos precios internacionales de los productores agrícolas favorecen, tal y como lo ha señalado Blanca Rubio, una reorientación en la política agropecuaria nacional. Como nos lo muestra el asalto popular al tren cargado de maíz en Nuevo León, se requieren cambios profundos. Si esta política no se modifica hoy, mañana será ya muy tarde.