Semillas nativas o dictadores agrarios

Ojarasca 228-Abril

Verónica Villa Arias

Durante los últimos 10 años el mercado de semillas mejoradas, semillas transgénicas, fertilizantes y plaguicidas se concentró en únicamente seis corporaciones (Monsanto, DuPont, Syngenta, Dow, Bayer, BASF), megalodones mundiales de la agricultura industrial, que se valen de todo lo “usual” en los negocios para ampliar sus territorios: someter a la competencia, comprar servidores públicos, entrometerse en la redacción de leyes nacionales y estancar la investigación desinteresada. En las últimas semanas se han estado anunciando las posibles fusiones entre esos gigantes de los negocios agrícolas, que concentrarían el mercado en únicamente tres megatiranos: Monsanto se asociaría con Bayer o BASF, DuPont con Dow, y Syngenta con el nuevo jugador de grandes ligas: ChemChina.

Mientras las oficinas anti-monopolio de Europa y Estados Unidos fruncen la ceja ante tales tendencias, cada vez es más vox populi el hecho de que la mayoría de la alimentación que verdaderamente sustenta a la humanidad proviene de la agricultura que no pasa por el mercado. Incluso la ONU lo acepta, en sus términos siempre aguados, para no herir susceptibilidades: “la agricultura familiar es clave para la seguridad alimentaria” dijo en 2014.1 Evita mencionar lo “campesino”. Habla de la sustentabilidad de la pequeña escala, de que dinamiza las economías locales, rescata las tradiciones y promueve dietas balanceadas.

Pero la agricultura campesina no es una buena alternativa, ni se trata de un sano equilibrio con la agroindustria. Es la única opción cuerda para evitar que el planeta se ahogue en gases y la gente muera masivamente por malnutrición, consumo excesivo, especulación de los mercados o contaminación por agrotóxicos. Ahora mismo, más del 50% de los gases con efecto de invernadero provienen del sistema alimentario agroindustrial,2 y la mitad de la población mundial padece enfermedades relacionadas directamente con el consumo de alimentos altamente procesados.3 Cálculos preliminares del Grupo ETC muestran el costo oculto de los comestibles procesados: por cada dólar que cuesta un alimento industrial, las sociedades tienen que pagar otros dos dólares en enfermedades y daños al ambiente.

Las megacorporaciones agrícolas empujan para que el sistema industrial de producción de alimentos sea la única opción, para lo cual es imprescindible someter los intercambios de semillas que ocurren al margen del mercado, sin transacciones monetarias y con autonomía de los paquetes comerciales de agrotóxicos.

En México existe desde 2007 una Ley Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas, que condiciona la investigación y los apoyos del Estado hacia las aplicaciones comerciales, hacia la “competitividad”, y ordena la integración de un “catálogo nacional” con un grado de sofisticación técnica totalmente ajeno a la lógica campesina. Esta ley prohíbe en su artículo 34 el intercambio y el regalo de semillas. En el Capítulo XI de su reglamento ordena que todos los que hagan “producción, reproducción, almacenamiento, comercio y beneficio de semillas” deben permitir la inspección de sus actividades y entregar obligatoriamente la información que se les pida.

Sin embargo los intercambios campesinos de semillas y saberes no se terminan por decreto. En México se siembran y cosechan casi 14 toneladas de maíz en sur, donde prácticamente toda la tierra es colectiva y las semillas provienen de la cosecha propia. De ese maíz campesino, más de siete millones de toneladas se destinan al consumo de las comunidades sin pasar por el mercado. Es maíz que se cultiva con frijoles, tomates, calabazas, chiles, chayotes, amarantos, yerbas curativas, agaves, nopales, cítricos, café, cacao, frutales, tubérculos, apiáceas, rábanos, cebollas. Estas cosechas no comerciales son fundamentales para mantener los diversos grados de independencia con que miles de comunidades campesinas planean sus destinos y enfrentan sus problemas.

Desde la perspectiva de las corporaciones, las comunidades con cultivos autónomos frenan su poderío comercial. Un campesino que no necesite comprar semillas cada ciclo es “la competencia”. Les es necesario desaparecer cualquier grado de autonomía alimentaria porque así las comunidades se pueden convertir en meros reservorios de brazos a emplearse en cualquier cosa. Y los territorios, sin cultivadores ni cultivos, quedan abiertos al saqueo y la expropiación. La defensa de las semillas nativas no es un lujo que se permiten las comunidades, es luchar por su vida presente y por su futuro. Al conservar empecinadamente sus semillas y su producción autónoma, los campesinos del mundo, usando apenas el 30 por ciento de los recursos requeridos para la producción agrícola, y menos del 25% de la tierra (algo que tendríamos que remediar con una reforma agraria integral) entregan casi el 70 por ciento de los alimentos que nos mantienen en pie a todos.4

Las semillas campesinas son nodos de relaciones, cruces de caminos, síntesis de historias, puntos de partida. La producción autónoma de alimentos se enfrenta a un sistema que está colocando en el límite de existencia al planeta entero. La poca comida que provee la cadena industrial es mortífera, no solo en términos de salud humana o ambiental: son las multinacionales y no los campesinos quienes tienen poder de negociación sobre “el comercio, las subvenciones, las leyes laborales, las patentes, el uso del suelo, la regulación fitosanitaria, los gastos en infraestructuras y las políticas de mercado. Los 570 millones de familias campesinas que realmente alimentan al mundo sufren las consecuencias de estas políticas sesgadas, no como un ataque directo, sino como daños colaterales. Cuanto más concentrado esté el poder de cabildeo de la agricultura industrial, más destrucción sufrirá la red alimentaria campesina y los sistemas alimentarios agroecológicos”.

El proyecto de humanidad que plantean los megalodones de la agroindustria considera espacios monocultivados con toneladas de insumos para el máximo rendimiento. Para tener esos espacios de monocultivo hay que extinguir a los competidores. El sistema industrial de producción de alimentos busca dónde sembrar y dónde vender. Si la tierra montañosa de Guerrero no sirve para los monocultivos, el negocio se enfoca en invadir los estómagos de la gente. Al fin de cuentas, la autonomía alimentaria no es sólo producir, sino comer. Así que tienen estrategias para descampesinizar comenzando por el cuerpo mismo.

La humanidad que proponen las corporaciones está enferma y vive en un planeta destruido. Todo lo que necesita tiene que comprarlo. La humanidad milpera sigue probando que pese a la guerra que enfrenta hace siglos en nombre del avance civilizatorio, produce comida para la mayoría, conserva espacios íntegros del planeta y propone con hechos que no todas las áreas de la existencia están subordinadas a la lógica del mercado y la acumulación capitalistas.

1. La FAO estableció que 2014 fuera el Año internacional de la agricultura familiar. En http://www.fao.org/family-farming-2014

2. GRAIN, 2016, El gran robo del clima, en https://www.grain.

3. Grupo ETC, 2014, Con el caos climático, quién nos alimentara: ¿la cadena industrial de producción de alimentos o las redes campesinas? En http://www.etcgroup.org/es/content/con-el-

4. Grupo ETC, 2014, op.cit. Ver también,GRAIN, “Hambrientos de tierra: los pueblos indígenas y campesinos alimentan al mundo con menos de la cuarta parte de la tierra agrícola”, El gran robo del clima, op.cit, p. 83

http://ojarasca.jornada.com.mx/2016/04/07/semillas-nativas-o-dictadores-agrarios-3783.html