Notas para las conclusiones de un trabajo colectivo

Apuntes para una noción de complejidad en la Sierra Norte poblana

La porción noroccidental de la Sierra Norte de Puebla constituye una de las regiones con mayor biodiversidad en el país. El bosque mesófilo de montaña o bosque de niebla contiene una riqueza biológica sostenida fundamentalmente por un sistema complejo de agua subterránea. Esta red hídrica oculta es prioritaria para la conservación del ecosistema.

Cerro sagrado de San Pablito. Foto: Daniela Garrido

Al mismo tiempo, el equilibrio ambiental de esta sierra es uno de los más amenazados en México. El acelerado deterioro del entorno obedece a la imposición de un complejo entramado de elementos que se configuran bajo la lógica del extractivismo y la privatización de los bienes comunes. Entre los nudos más evidentes de este tejido de intereses económicos encontramos la contaminación por el crecimiento de la ganadería, la imposición y el predominio actual de los agrosistemas basados en la producción de monocultivos, que a su vez generan dependencia de los agrotóxicos, la extracción y transporte de hidrocarburos, que operan incluso bajo esquemas tan destructivos como la fracturación hidráulica, los múltiples proyectos mineros y la continuidad de las políticas de trasvase de las cuencas.

Pero el vasto paisaje conformado por una larga serie de cañadas que devuelven las aguas desde el altiplano central hasta el Golfo no es un desierto. Se trata más bien del escenario de lo que se puede mirar como un nudo de caminos históricos de larga duración. En él han confluido a lo largo de los siglos nahuas, otomíes, totonakús y tepehuas intercambiando su experiencia ancestral para reproducir un espacio identitario común serrano. Algo que los observadores de la zona, con muchos años de intentar desentrañarla, le llaman la convivencia de los pueblos: algo que es mucho más entretejido y sobre todo natural que la idea de una “multiculturalidad”. La importancia económica y cultural de la región desde la historia antigua hasta la actualidad ha sido bien registrada por muchos estudiosos, pero su diversidad cultural no ha dejado de ampliarse. Con el tiempo también se han incorporado a este territorio muchas comunidades que en la lógica del Estado nacional mexicano son concebidas como mestizas y que, sin embargo, comparten un modo de estar y vivir con sus hermanas y vecinas.

Las relaciones entre los pueblos campesinos asentados en la región han construido una sabiduría enfocada en los cuidados mutuos y los del hábitat. Las comunidades tienen un profundo conocimiento de la importancia del mantenimiento del ciclo del agua y por ende de los bosques. La gente cuida el agua de muchos modos: uno de los primordiales es el cultivo en las laderas, porque este trabajo revitaliza cíclicamente la interacción virtuosa entre las nubes, el bosque y las semillas. Así, cada año el manto de vida es retejido.

El alma, pues, de este enorme cuerpo territorial del que participan las comunidades es el agua, entidad viva, que está ahí por supuesto, antes de que llegaran las personas. Ella es nombrada de muchos modos, pero lo importante es el carácter de su papel. Fundamento físico y simbólico de la vida, se encuentra en todos lados y establece una relación de reciprocidad también con la gente. Guardiana sobrenatural de los montes y medio de subsistencia física, a ella hay que devolverle, no sólo pedirle. Por eso el trabajo y la fiesta son el corazón de la vida serrana. La unidad que guardan el ciclo ritual y el agrícola sólo puede ser entendida por quien forma parte de este cuerpo. Lo sagrado implica sobre todo formas de relación y los rituales simbolizan, materializan y reinauguran los cuidados de tales relaciones.

La gestión comunitaria de esos cuidados abarca múltiples ámbitos de vida. El tejido social que mantiene con vida al común en la sierra adopta por lo tanto muchas formas: comités de agua, ejidales, comunales, de salud, escolares, delegaciones auxiliares de las municipalidades, asambleas comunitarias, sistemas de cargos, compadrazgos, organizaciones productivas y de defensa de derechos colectivos. De algún modo cada una de estas instituciones propias guarda una relación vital con el territorio y facilita también las decisiones colectivas para su disfrute colectivo.

Foto: Daniela Garrido

El diálogo y las discusiones sobre el destino de los bienes comunes, de los ámbitos de comunidad (muchas veces tejidos muy complejos de relaciones), no siempre son armoniosos pero sí poseen un rasgo igualitario al estar resguardados en “la atmósfera” de uso de las lenguas maternas locales. El empleo cotidiano del náhuatl, el otomí, el totonaco y en menor grado el tepehua en la región garantizan la participación desde el espacio doméstico hasta el asambleario de hombres y mujeres, jóvenes y mayores. Mercados, escuelas, caminos, milpas, cafetales, plazas públicas y sitios sagrados se llenan a diario de las formas particulares en que la memoria y las narraciones se cruzan usando los lenguajes propios y permiten valorar, diagnosticar y proyectar mejor los problemas y posibles usos futuros de los legados naturales y culturales.

La importancia estratégica de la región del Totonacapan y la Sierra Norte deriva de las características del entorno y la gente. A pesar de las dificultades topográficas, desde aquí se aseguró el abasto urbano de alimentos y algunas materias primas como el algodón y la caña a buena parte del altiplano central en distintos momentos críticos de la historia. A través de los siglos la apertura de rutas de acceso se constituyó en un fenómeno ambivalente para los habitantes. Los beneficios sociales llegaron acompañados de formas desconocidas de expoliación.

Sin embargo, los efectos del largo proceso colonial nunca alcanzaron el nivel de transformación que para la vida de los pueblos significó la construcción de la infraestructura hidroeléctrica en Necaxa y la intensificación de la extracción petrolera en Poza Rica durante la primera mitad del siglo XX.

La construcción de autopistas por toda la región, el crecimiento de varias ciudades y la instauración franca del desarrollismo cambió radicalmente la vida de los pueblos. Sus prácticas autogestionarias y comunitarias son sistemáticamente agredidas desde entonces. La ruptura acelerada de los tejidos sociales incrementó la migración y en consecuencia el descuido involuntario de los territorios. Involuntario porque es provocado por la erosión de los saberes, de la deshabilitación destructora de los vínculos más directos de las comunidades con la tierra, con su entorno, con la naturaleza y entre ellas como cuerpos sociales.

La historicidad del agravio

La pretensión de perpetrar el despojo territorial, esta vez a través de un gasoducto, representa la continuidad de esta lógica expoliadora. Sin embargo, el contexto global en que hoy se da y la multi-dimensionalidad de su sentido debe alertar no sólo a los habitantes de la región sino a los de todo el país (aunque por cierto ocurre en todo el mundo).

Producto de la reforma energética aprobada durante el sexenio peñanietista, el proyecto del gasoducto Tuxpan-Tula, con sus 365 kilómetros de longitud afecta 150 mil hectáreas pertenecientes a medio millar de comunidades ubicadas en 34 municipios pertenecientes a los estados de Veracruz, Puebla, Hidalgo y Estado de México. Más de 300 de estas comunidades son indígenas, aunque el Estado por supuesto niegue su historia, su pertenencia cultural y los derechos colectivos a sus cerca de 20 mil habitantes.

La llegada de una administración federal que representaba la esperanza de cambio para muchos mexicanos no ha significado, sin embargo, una política distinta en torno a estos megaproyectos. Lejos de eso, la situación hoy es más crítica para las comunidades y su entorno. La fragmentación que ha logrado el gobierno de López Obrador con los programas asistenciales busca borrar la voluntad política de resistencia que han mantenido los pueblos. El engaño como el de la supuesta relocalización del trazo, la circulación de dinero, los falsos beneficios de la nueva infraestructura creada que son comprometidos a nivel local, las prebendas políticas o la concesión de pequeños puestos burocráticos en la política local, más la amenaza abierta, constituyen la continuidad de la pretensión de despojo para volver mercancía tanto la herencia ancestral de los pueblos como a su fuerza de trabajo.

Por esa razón, apuntamos que la idea de despojo tal como se ha planteado y usado en las últimas décadas tal vez ya no es suficiente. Afirmamos que al substraer de la atmósfera comunitaria las decisiones sobre el territorio y los bienes comunes para subsumirlos a la lógica del mercado, se desarticulan todas las otras formas de concebir el entorno y la relación con el mundo que implican formas de organización, lenguas, narrativas, rituales y cosmologías, pero también los saberes y estrategias de la subsistencia, la vida misma, el ser de la tierra, todos esos tramados que desde los orígenes han hecho diversa a la humanidad, y la han hecho sobrevivir las comunidades cuidando sus entornos. El proyecto del capital necesita con urgencia la deshabilitación de las comunidades, y así, yendo más al fondo de la cuestión, romper la relación de la gente con la tierra, con la naturaleza, con el entorno, el territorio: busca lastimar los medios con que se articula dicha relación, erosionando, menospreciando y hasta prohibiendo los saberes mediante los cuales la gente se relaciona con la naturaleza. El objetivo es que no puedan resolver lo que más les importa, lo cual les deja frágiles ante las exigencias de corporaciones, empresas y gobierno que llegan a invadir, imponer, someter, trastocar, fragmentar y reordenar el espacio vital donde lo que imperaba era la convivencia.

La lucha es maestra

En ese contexto desventajoso, el Consejo Regional de Pueblos Originarios en Defensa del Territorio de Puebla-Hidalgo ha mantenido la resistencia cuidando su propia organización y vigilando los procesos jurídicos. Los pobladores organizados han ganado algunas batallas legales. Un juez ha determinado por ejemplo el riesgo que viven los derechos culturales y patrimoniales de la población afectada por el gasoducto. Los daños fueron clasificados en siete apartados: 1) pérdidas de territorio o tierra tradicional, 2) el desalojo de sus tierras, 3) el posible reasentamiento, 4) el agotamiento de recursos necesarios para la subsistencia física y cultural, 5) la destrucción y contaminación del ambiente tradicional, 6) la desorganización social y comunitaria, y 7) los impactos negativos sanitarios y nutricionales.

Lamentablemente las comunidades se han dado cuenta que la organización no sólo es necesaria contra un gasoducto. En proyecto también hay un ducto de gasolina, otro de diésel y otro de cables. La región es además amenazada por la minería a cielo abierto, pozos petroleros, hidroeléctricas y fractura hidráulica (fracking). Estas intervenciones fragmentan los territorios, devastan los cerros, perjudican los manantiales, desplazan pobladores y lo hacen mermando la calidad de vida de las personas, dañando su salud, arriesgándolas a accidentes y rompiendo el entramado comunitario.

Uno de los primeros logros de la resistencia contra el gasoducto fue tejer órganos tradicionales de consejo a nivel comunitario y municipal. Estos órganos, recuperados de la herencia cultural e histórica propia, junto con las autoridades comunitarias y agrarias, lograron acuerpar la regionalización de la lucha. Siguiendo los caminos de las relaciones comunitarias, las solidaridades dentro del consejo suben y bajan la empinada topografía y pasan de una cuenca a otra, como en el caso del vínculo entubado con el que Montellano surte de agua a San Antonio el Grande. La cuenca es hídrica y social y el ciclo del agua incorpora el componente humano. El Consejo trasciende los límites estatales y se extiende entre las cañadas de una vasta región.

Pero este lienzo de lealtades mutuas no está dado de por sí. El día a día de la lucha es una ruta difícil de la que pocas veces se habla. Organizarse significa llenarse de pendientes que les roban a las personas su tiempo familiar y de descanso. Recorrer en carro o a pie las brechas de la sierra, llegar bajo la lluvia, de noche, apenas comidos, para informar, discutir, tomar acuerdos, establecer tareas, construye compromisos y sacrificios, pero también aprendizajes y pequeñas victorias que reconfortan y animan a seguir. Los miembros del Consejo a lo largo de estos años de lucha han tejido alianzas con muchos sectores, como otros pueblos afectados por gasoductos que alertan sobre los peligros, comparten errores y orientan determinadas rutas. Hay periodistas, académicos, estudiantes y organizaciones civiles que se han convertido en acompañantes de esta defensa territorial. La solidaridad, como el capital y sus ductos, traspasa las fronteras.

Cirios sagrados en la sierra. Foto: Daniela Garrido

La lucha es un espejo para mirar la historia y la cultura propias. La razón se profundiza y abarca la memoria, la sabiduría, el trabajo, el futuro. Los cambios necesarios para legar una sierra sana y comunitaria a las próximas generaciones son vislumbrados por quienes defienden el territorio en cada aspecto de su vida.

Foto: Daniela Garrido

Contexto global

La construcción de gasoductos en nuestro país no obedece a las necesidades energéticas nacionales sino a la reconversión de la producción de hidrocarburos en Estados Unidos. Esta reconversión volvió a colocar al hegemón estadunidense y canadiense a la cabeza de la exportación a nivel mundial. Este proceso fundamental para el capital se logró a base de métodos muy sucios tanto en términos tecnológicos como financieros. La explotación en yacimientos de arenas bituminosas y de gas shale producto de la fractura hidráulica pertenecen a una industria cara, adicta a subvenciones que son conseguidas en México y Estados Unidos a través de contratos que significan grandes rentas para las empresas aun antes de entrar en funciones. En ese sentido, TransCanada (hoy TC Energy), la empresa que opera la construcción del gasoducto Tuxpan-Tula y que en nuestro país ya ha construido más de 100 mil kilómetros de ductos, es parte de la columna vertebral de este proceso.

Foto: Daniela Garrido

La desregulación del sector energético en nuestro país inició con el TLCAN, hoy T-MEC, que para ser firmado requirió a su vez el desmantelamiento de los candados jurídicos que suponía la legislación ambiental previa. Hoy el andamiaje jurídico que garantiza el despojo se sostiene a través de la reforma energética y esta reforma ya ha significado la imposición de 13 gasoductos, fractura hidráulica, destrucción de entornos y hostigamiento a las comunidades de diversas regiones del país.

En el largo proceso de ya más de tres décadas de políticas neoliberales, México sufrió además el desmantelamiento de la infraestructura de producción de gas. Hoy los planes de desarrollo con los nuevos gasoductos involucran la alimentación de parques industriales en el altiplano y occidente de México y el uso del Istmo de Tehuantepec, a través del cual los capitales transnacionales accederán al mercado asiático.

Si la reforma energética es cancelada sólo nominativamente, pero en el territorio sigue operando a través del despojo y la destrucción de los ecosistemas y la vida de las comunidades, es evidente que se trata de un engaño histórico que debe ser develado y confrontado. La destrucción de la Sierra Norte de Puebla implicada por el gasoducto Tuxpan-Tula forma parte de una decisión política más amplia que no debe entenderse como un elemento aislado sino como un nodo de un sistema. La política antimigratoria, el proyecto transístmico, el complejo de intereses representado por el Tren Maya, la continuidad de la extracción minera a cielo abierto y de los proyectos de monocultivo son la territorialización de la quimera neoliberal en México.

Por supuesto el T-MEC será parte crucial del futuro de la región para nuestra desgracia, y se avizora la posibilidad de una integración geopolítica cada vez más clara en el espacio que se delinea en el Golfo de México, con los megaproyectos del Tren Maya, el Corredor Transístmico y los corredores multimodales, ductos de gas, petróleo y gasolina cruzando el territorio nacional y tramando las aguas del Golfo.

La resistencia local

El Consejo Regional de Pueblos Originarios en Defensa del Territorio de Puebla-Hidalgo enfrenta la incertidumbre sobre el futuro con los modos propios procurados por la memoria. Si el liberalismo ha insistido en desaparecer la propiedad social de la tierra, ésta se trabaja en colectivo; si los partidos políticos provocan con trampas el debilitamiento del sujeto comunitario, el consejo encarna las decisiones en las asambleas; si las condiciones que impone la modernidad comprometen las formas propias de ser y estar en el mundo, los pueblos celebran con más fuerza su unidad con el entorno; si el Estado se empecina en desconocer su origen, su cultura y su historia, los jóvenes los exploran, revaloran y actualizan. La Sierra Norte de Puebla cobija actualmente una pieza fundamental para entender las razones profundas de los pueblos y su lucha por la autonomía, que no es una lucha nueva. Desde tiempos inmemoriales las comunidades, los pueblos, buscan no ser sometidos a designios ajenos, buscan poder emprender su propio camino, resolver lo que más les importa por medios creativos y propios, convivir con quien les parezca mejor y proponer modos propios para ser y estar en el mundo. En esa pugna, en esa dialéctica de imposición y resistencia en busca de autonomía, se han mantenido desde antes de la invasión española, en las luchas y rejuegos de la Independencia y la búsqueda de poder de liberales y conservadores, y luego en el México contemporáneo surgido de una revolución que le recuperó la memoria a muchas comunidades de todo lo que sigue siendo el tejido de pertinencia que reivindican: permanecer, seguir siendo, seguir entendiendo quiénes son y por qué viven y por qué vale la pena luchar.