La Sierra Norte o Puebla-Hidalgo

Donde confluyen los pueblos

Presentación. Nunca será suficiente insistir en que México es un país único en el mundo porque su propiedad social agraria (la tierra en posesión de ejidos y comunidades) representa más o menos la mitad del territorio nacional. Tampoco olvidan las comunidades campesinas, sobre todo las originarias, que existe una continuidad histórica —anterior en ocasiones a la invasión europea–desde donde se ha mantenido una posesión de las tierras, montes y aguas, y que vestidas con esa fuerza milenaria las comunidades siguen reivindicando una autonomía funcional que les ha permitido mantener un breve espacio de decisiones propias, de relación con la naturaleza y con la tierra, y una subsistencia que sin ser boyante, sino frugal y restringida, les ha permitido remontar muchas de las adversidades que esta sociedad avasallado-ra le impone a estas comunidades para despojarlas.

Pese a lo dicho, hay muchos enclaves indígenas, como el que nos ocupa en la región de Puebla-Hidalgo —donde el 59 por ciento de la propiedad es privada y la gente mantiene sus parcelas familiares, pero al mismo tiempo continúa teniendo una organización comunitaria vigente. Nuestro texto intenta develar, en el larguísimo plano del poblamiento de la región, las entretelas que llevan a la situación actual y a esa confluencia de pueblos diversos, otomíes, nahuas, totonakus y tepehuas, principalmente, conviviendo entre sí y con los poblamientos mestizos que también crecieron durante siglos.

Hoy, como en la invasión europea, y después con la disposición de las Cortes españolas de 1812-1813 que terminó concretándose años más tarde con las leyes de desamortización conocidas como Ley Lerdo, el impulso liberal ha insistido en desaparecer la propiedad social privatizando, individualizando lo más posible, en cada acto de gobierno, en cada política pública, en cada programa de asistencia, en cada megaproyecto aprobado sin miramientos.

Que hoy existan diversos tipos de propiedad social de la tierra es algo que se ha ido gestando desde el inicio del periodo colonial. A saber, bienes comunales que cuentan con títulos virreinales (a veces conocidos como Ejidos indígenas, así con mayúscula, porque así se formalizaron desde la Colonia) y ejidos agrarios formados a partir del triunfo revolucionario de 1917 —que se constituyen por predios que les concedieron a núcleos solicitantes de tierras que no contaban con espacios para sembrar o que les fueron reconocidas por el Estado posrevolucionario a comunidades que no poseían títulos de la época colonial que acreditara la propiedad de las mismas, pero que en la praxis operaban y se organizaban bajo las reglas de las tierras comunales. Hoy estos tipos de propiedad operan de acuerdo a la normatividad del artículo 27 actual—y podemos rastrear el conjunto de causas que permitieron que hoy subsista esa vasta extensión de propiedades sociales agrarias. Se pensaba que con la reforma salinista de 1992 más ejidos y comunidades se habrían transformado de propiedad colectiva a una individual y privada, pero al contrario, los núcleos comunales y ejidales crecieron como efecto de la resistencia.1

El cerro y el agua, detalle de Los oratorios, Los Tenangos, mitos y ritos bordados, arte textil hidalguense, p 74 y p 92

Pensando en el país completo, tenemos que entender que el desmantelamiento de las sociedades indias no pudo ser inmediata ni deseable para los invasores. Así, según John Tutino, los invasores buscaron “prosperar y gobernar con una mínima alteración de la estructura social existente”, que fue opresora y caciquil o más o menos equitativa y “horizontal” según la región o la comunidad.

Comenzaron las llamadas encomiendas, donde la Corona le otorgaba un permiso a algún notable o grupo de notables españoles (es decir, una concesión de posesiones, en tierras, recursos para producir y mano de obra) y ellos a su vez le daban a los principales indígenas sometidos la “encomienda” de recaudar tributos de sus poblaciones y lo transferían a los conquistadores. Con este arreglo, no fueron pocas las comunidades campesinas, sobre todo en el centro-sur, que mantuvieron el control sobre su tierra y buena parte de la producción.

Pero hubo un colapso de la población indígena (pasaron de 20 millones a menos de 2 en un periodo muy breve) con lo que, siendo que la riqueza colonial se basaba en la mano de obra indígena, el régimen recién instaurado entró en crisis.

Desde 1550, la decisión fue concentrar “en pueblos compactos”, a los sobrevivientes, que antes vivían dispersos y con gran territorio sin que hubiera ningún tipo de “propiedad social” sino tierras con uso “de antaño” donde la convivencia y su organización comunitaria mantenían la cohesión de los núcleos indígenas de los tantos pueblos diversos y cada dueño de casa tenía su parcela, y siempre se mantuvo un espacio de uso común arbolado de montes, que era el amortiguamiento natural del núcleo de población. Algo parecido a los “comunes” en la Europa medieval.

“Desde los primeros años de la Colonia, las autoridades españolas habían temido al poder independiente de las élites mexicanas (criollas). Así, a la vez que les otorgaba extensas tierras y gran riqueza, el régimen colonial maniobró por poner coto a su poder”

Este momento de reorganización social-territorial garantizó el asentamiento del aparato colonial y fue la primera “privatización” o “desamortización” de los territorios ocupados por los pueblos originarios y en muchas regiones rompió esta memoria territorial anterior a la Colonia. Dice John Tutino: “Al reducir las tierras dispersas de los campesinos a parcelas contiguas, las autoridades coloniales forzaron el abandono de las grandes extensiones. Éstas pudieron ser otorgadas por el Estado a los españoles de provincia: encomenderos, comerciantes y funcionarios (o sus parientes). Esta concentración de las comunidades campesinas continuó hasta principios del siglo XVII. La concesión de las tierras así desocupadas a los españoles se aceleró en la década de 1570 y continuó hasta aproximadamente 1630”.2

El arrancar a la gente de sus tierras de antaño, sus tierras de usufructo, enajenó a poblaciones enteras de la vida como la conocían y la multidimensionalidad del despojo que entraña dejarles fuera de ella continúa inexorable tras cinco siglos de dominación cambiante.

Acaparar grandes extensiones logró de inmediato el acopio de una mucho mayor fuerza de trabajo, sea porque quedaban como los siervos en sus antiguas tierras de antaño, o sus tierras comunales, o porque —expulsados de ellas–eran enganchados a trabajar en todo tipo de obrajes, monocultivos masivos o la minería, que en el siglo XVII comenzaba un auge que no colapsaría sino hasta la guerra de Independencia. Esto, en el centro-sur de lo que hoy es México, no ocurrió en la medida con que se diezmó a las poblaciones del norte del país, eso que conocemos como Aridoamérica. Ahí la cacería en pos de peones fue brutal.

Pero la reducción de la población y a la vez el repartimiento de jornaleros para los obrajes y las minas fue algo que resistieron las comunidades y terminó permitiendo que, en ciertos enclaves, algunas haciendas y las comunidades aledañas negociaran sus relaciones laborales a nivel local y se mantuvieran comunidades “libres” a las que se les garantizaron títulos comunales primordiales siempre y cuando tributaran a la Corona. Así, en el centro y sur-sureste del país diversas comunidades de varios pueblos originarios siguieron practicando la agricultura de subsistencia de la época prehispánica basada en el maíz y la milpa en sus altepetl nahuas o los an dehe nttoehe o anáehe antae hae otomíes, gozaron de una autonomía relativa en el gobierno de la comunidad, mantuvieron a los principales como intermediarios en el sistema tributario y el manejo de sus tierras comunales, gestionadas por ellas mismas, en alguna medida. Y aunque la autonomía nunca fue total, siguieron detentando su territorialidad y ciertas formas de organización comunitaria que hoy sobreviven y son claves para la resistencia actual, independientemente del régimen de tenencia de la tierra que hayan podido mantener.

“Desde los primeros años de la Colonia, las autoridades españolas habían temido al poder independiente de las élites mexicanas (criollas). Así, a la vez que les otorgaba extensas tierras y gran riqueza, el régimen colonial maniobró por poner coto a su poder. Mantener los recursos de tierras y la independencia política de las comunidades campesinas era un modo de limitar el poder de la élite en el centro de México. La persistencia de esas comunidades negaba a la élite mexicana el poder directo sobre la población agraria de las regiones con más denso asentamiento de la Colonia. Un resultado fue la supervivencia de una considerable autonomía entre las comunidades de las regiones del centro y el sur, autonomía base de las relaciones de explotación en simbiosis que enlazaron a muchas haciendas con las comunidades y sustentaron allí la estabilidad rural. Cuando los conflictos incitaban a las comunidades a pelear contra la élite y sus haciendas, los tribunales coloniales fungían como mediadores aceptados, favoreciendo a veces a las comunidades e imponiendo a menudo a la élite una avenencia”.3

Entonces esto no fue una concesión benévola de la Corona, pero sí fue un gran logro de las comunidades del centro y el sur del país el haber podido mantener ese margen de autonomía que si las enlazó con las haciendas también les permitió defender sus aguas, montes y bosques, sus áreas de uso común —su territorio—, sabiendo que su apuesta era de larguísimo plazo.

Pero la voracidad se mantuvo. “Desde el siglo XVIII los liberales hispánicos habían tenido la visión de las grandes ventajas económicas si se movilizaran las tierras ocupadas por comunidades campesinas, es decir, si se las convirtiera en propiedad privada que pudiera ser vendida y comprada, así como hipotecada. Afirmaban que los campesinos, al volverse dueños de sus tierras, tendrían nuevos alicientes para aumentar la producción. Pero en México, los campesinos pobres, atenidos sobre todo a terrenos comunales, ya los estaban explotando con gran intensidad para producir su sustento. El verdadero beneficio de un desplazamiento de la propiedad comunal a la privada sería para quienes pudiesen aprovecharse de una movilización de las tenencias de los campesinos. Las tierras de los pueblos, no enajenadas anteriormente, podrían ser vendidas o perdidas por deudas una vez que se volvieran propiedad privada. Los pobladores perderían así la subyacente garantía de autonomía del sustento que por tanto tiempo había proporcionado la propiedad comunal. Pocos comuneros mexicanos compartían la visión de los liberales de que la privatización de los terrenos comunales les aportaría beneficios”.4

Danza del volador, Los Tenangos..., p 66

Antonio Soto y Gama comentó también esta desamortización paulatina que fue acaparando las tierras campesinas cuando dijo que las Cortes Españolas desde 1813 consideraban que “la reducción de los terrenos comunales a dominio particular es una de las providencias que más imperiosamente reclaman por el bien de los pueblos y el fomento de la agricultura e industria”, ordenando que “todos los terrenos baldíos o realengos, y de propios y arbitrios, con arbolado o sin él [se parcelen] en el concepto de que los terrenos que así se repartan lo serán ’en plena propiedad y para que los agraciados los disfruten libre y exclusivamente’. Las Cortes españolas suprimieron así, de una plumada la prohibición de enajenar la parcela”.5

La pugna prosiguió todo el siglo XIX hasta el momento de las Leyes de Desamortización de 1856, dictadas por Lerdo de Tejada, y desató una serie de rebeliones en algunos rincones del país como en la Sierra Gorda de Querétaro y Guanajuato, en Chalco en las inmediaciones del Edomex y Puebla y en toda la zona del Bajío. John Tutino se preguntaba: “¿Quién podría beneficiarse de la privatización de tierras comunales campesinas? La propiedad de los pueblos caía por lo general en tres tipos: tierras utilizadas para apoyar al gobierno local y para festivales religiosos; tierras utilizadas comunalmente como pastizales y bosques, y tierras ocupadas como parcelas para el sustento de familias campesinas. Las propiedades de ingreso comunal solían darse en arriendo a rancheros mestizos, y la reforma liberal iba a permitir que muchos de ellos se volvieran propietarios de tierras. Los pastizales y bosques comunales podían subastarse, permitiendo tanto a miembros de la élite como a los rancheros ampliar sus posesiones. Las tierras de sustento de posesión comunal pero de tenencia familiar se volverían propiedad de los aldeanos que las cultivaban. También ellos se volverían propietarios, gracias a los liberales”.6

En la Sierra Norte de Puebla, la pequeña propiedad y el minifundismo son rasgos distintivos no recientes. Desde inicios del siglo XX se habla de cacicazgos políticos que controlaban las tierras y el comercio local a través de impuestos a los productos y acaparamiento de los territorios de las comunidades indígenas,7 pero en los últimos años este despojo se incrementó por un proceso acelerado de cambio de tenencia de la tierra a manos de grandes corporaciones transnacionales, con la llegada de los megaproyectos en minería y los gasoductos.

Llama la atención en esta región la particularidad de la propiedad de la tierra en las comunidades indígenas, ya que la evidencia de la existencia de propiedad colectiva señala tan sólo un 41 por ciento de este tipo de tenencia de la tierra. En muchos casos las comunidades se fundaron sobre tierras que hasta principios del siglo XX se dice que no tenían dueño. Otras fueron resultado de la escisión de poblaciones más grandes y se establecieron como rancherías en tierras “baldías”, a las que llegaron a asentarse sin más trámite. La mayor parte del territorio de la Sierra Norte de Puebla está constituido de pequeñas propiedades, incluso los cerros sagrados y los ríos se encuentran bajo este régimen. Sin embargo, el uso y cuidado del territorio, que incluye áreas de uso común y sus lugares sagrados, es colectivo.

Foto: Eliana Acosta

Los estudios de Jaques Galinier y Carlos Incháustegui sobre la tenencia de la tierra en la Sierra Norte de Puebla hablan de un tipo de propiedad tradicional con escrituras individuales y títulos de antigua, por lo que abunda la pequeña propiedad y muchas grandes propiedades con una larga historia de caciques y terratenientes. Esto depende de la calidad de estas tierras, es decir, de la fertilidad y también de la densidad de la población. Galinier afirma que la existencia de la propiedad comunal en la Sierra Norte de Puebla ocurre en comunidades básicamente indígenas, muy pobres y de difícil acceso donde no existe competencia con los mestizos en torno a la tenencia de la tierra.8

Incháustegui y Galinier distinguen en general tres zonas: baja, media (o de transición) y alta.9 La zona baja de la Sierra es mayormente agrícola y pecuaria con un acaparamiento histórico de la tierra más fértil. En la zona media y alta abunda la pequeña propiedad, con un promedio de dos hectáreas por familia, lo que ha resultado en muchos conflictos entre familias y comunidades, sumados al cacicazgo local.

Camino a San Nicolás Tolentino, Hidalgo. Foto: Daniela Garrido

La existencia de títulos de antigua como un régimen de tenencia de la tierra de forma comunitaria en la región de la Sierra Norte de Puebla ha permitido que se preserven los derechos ancestrales al libre acceso a las tierras del municipio. Se trata de un sistema suigeneris de “propiedad privada” que resguarda el derecho de usufructo de las parcelas de la comunidad y se transmite de generación en generación. Algunos habitantes de la región dicen que los títulos de propiedad “son de antigua”. Se trata de una supervivencia de las tradiciones hispánicas que fueron sancionadas por las concesiones otorgadas por el virreinato a los indígenas de la Huasteca. Por definición, son tierras inalienables y reservadas para las comunidades indígenas.

La Sierra siempre ha permitido la interacción entre los pueblos del altiplano y los de la costa del Golfo. En esta convivencia se encuentran tradiciones culturales diversas, resultado de migraciones en diferentes épocas

Este tipo de arreglo agrario, si bien mantiene los derechos antiguos de libre acceso a las tierras del municipio, tiende a favorecer a los más ricos, quienes pueden pagar peones y, por lo tanto, explotar más tierras. También se establece una especie de arrendamiento, pues el usufructo de la tierra no obliga al propietario a trabajar por sí mismo la tierra. Esto permite el libre establecimiento de poblacio-nes mestizas y blancas, únicamente con el consentimiento de la población que no siempre ha sido por las buenas. Además no siempre hay una asamblea o institución comunitaria que mire por la tenencia y propiedad de la tierra, de modo que recae en las autoridades municipales (jueces de paz, auxiliares, etcétera) que casi siempre son mestizas y tienen intereses políticos y económicos diferentes a la población indígena. Lo anterior ha ocasionado que existan comunidades que cercaron sus tierras a manera de propiedad privada.

En el contexto actual de imposición de megaproyectos del capital como el gasoducto que busca atravesar la Sierra Norte de Puebla, las comunidades indígenas y campesinas de la región han impulsado una lucha legal y política en defensa de su territorio y cultura a través del Consejo Regional de Pueblos Originarios. La lucha apenas inicia, las comunidades se siguen organizando y la reconstitución de la vida comunitaria, las instituciones propias y la capacidad de autodeterminación están en camino. En este contexto, es muy importante la conformación de estos consejos, en principio locales, que abrevan de la tradición autonómica e indígena, que son comunitarios. De estos consejos se ha ido configurando una estructura regional de un consejo de consejos.

El territorio de la Sierra a vuelo de pájaro desde sus orígenes conocidos. La Sierra Norte de Puebla, que desciende desde el altiplano hacia el sistema de cañadas de Tenango de Doria en Hidalgo, Pahuatlán y Huauchinango en Puebla y que alcanza su declive final en la zona costera del Golfo de México, conforma una gran región cultural que nos remite a un paisaje donde las montañas, las quebradas con sus ríos y el somonte próximo a la región costera son espacios compartidos históricamente por los pueblos otomíes, totonacas, tepehuas y nahuas. Esta región serrana, dice Bernardo García, es el lugar donde confluyeron dos núcleos fundamentales de civilización mesoamericana: el altiplano y la costa del Golfo. La Sierra fue un área que articulaba los pueblos de las tierras bajas y los pueblos del altiplano dentro del territorio dominado por Teotihuacan, pero a la caída de esta ciudad, el espacio ocupado por esa región se reorientó y adquirió límites diferentes al convertirse El Tajín en un centro hegemónico, propiciando así la formación de un nuevo mapa regional.10

La Sierra siempre ha permitido la interacción entre los pueblos del altiplano y los de la costa del Golfo. En esta convivencia se encuentran tradiciones culturales diversas que son resultado de muchas migraciones en diferentes épocas históricas. Los pueblos ñahñu, ñuhu, ñhato, ñuhmu (otomíes) tienen un pasado muy antiguo en el Altiplano Central de México junto a sus parientes los mazahuas, matlazincas, tlahuicas y tepehuas. Sus lenguas pertenecen a la familia otomangue (que se extiende desde San Luis Potosí hasta Centroamérica). Sus ancestros poblaban los valles de México, Morelos y Toluca, así como el Mezquital en Hidalgo y partes de Puebla y Tlaxcala desde el cuarto milenio a.C. Estos pueblos, sembradores de maíz, frijol, calabaza y chile, conocedores del policultivo milpa, vivían en las más diversas zonas geográficas, incluyendo zonas lacustres, bosques en las serranías, el semidesierto del pie de monte de la Sierra Madre Oriental y el paisaje quebrado de la montaña; eran grupos autónomos y móviles (Wright, 2010).

Wright apunta que probablemente el poblamiento inicial de Teotihuacan fue otopame y la etapa de esplendor de esta ciudad coincide con el proceso de diferenciación lingüística que culminó con la separación del otomí y sus parientes de la rama madre otopame. No hay certeza de si los teotihuacanos fueron otopames; lo que sí se sabe es que en la época clásica cuando Teotihuacan era un corazón cultural importante en Mesoamérica, los pueblos serranos jugaron un papel fundamental en el abastecimiento e intercambio comercial de la región y giraron en torno a la vida cultural y política teotihuacana. Cuando esta ciudad decayó por el año 900 d.C., el espacio ocupado por esa región se reorientó y adquirió límites diferentes: hacia el norte la ciudad de Tula y hacia el golfo El Tajín se convirtieron en centros religiosos y culturales importantes que propiciaron la formación de un nuevo atlas regional.

Los otomíes fueron pueblos que participaron en la construcción de la hegemonía tolteca (900-1100 d.C.). Durante este periodo ocuparon la provincia de Xilotepec, zona de confluencia entre Tula y los pequeños señoríos del Valle de Toluca, pero más tarde fueron desplazados de las mejores tierras de la región por los grupos nahuas que llegaron al altiplano desde el noroccidente y que se expandieron hasta los valles centrales de la Cuenca de México. Tras el colapso de Tula (1100-1200 d.C.), los otomíes fueron el grupo preponderante en el Valle del Mezquital. En el norte de la Cuenca de México mantuvieron un centro de poder en Xaltocan hasta el 1300, cuando esta población fue sometida por los tepanecas de Azcapotzalco, por ese entonces el centro político más poderoso en la cuenca, fundamentalmente habitada por nahuas.

El pueblo totonaca también comparte y habita esta región serrana que desciende del Altiplano Central hacia la zona costera del Golfo de México. Sahagún señala que la denominación totonaca era dada por los nahuas a diferentes pueblos que a sus ojos demostraban poca capacidad o habilidad. Desde la etimología nahua se refiere al vocablo tona, “hace calor” o “hace sol”, por lo que el significado del nombre “alude a la población que habita en la costa tropical, con el nombre de ’los calientes, los de la tierra caliente’”. Desde el totonaco, diferentes autores retoman la explicación de que el nombre proviene de toto o tutú, que significa tres, y naco o nakú, que significa corazón o panal, de donde se desprende el significado de “tres corazones” o “tres panales”, aludiendo a tres estados, cacicazgos o centros ceremoniales importantes (Chenaut, 1995).

La región geográfica y cultural del Totonacapan era, antes de la invasión española, un espacio donde convergían la costa del Golfo de México y el altiplano central, de manera que era un lugar de encuentros culturales constantes. El Totonacapan abarca una extensa región que comprende desde el río Cazones en el norte hasta el río de la Antigua hacia el sur, delimitado por el este hasta el Golfo de México y hacia el oeste por la Sierra Madre Oriental en tres puntos: Pahuatlán, en el actual estado de Puebla, Jalacingo y Xalapa en el estado de Veracruz, y Atzalan hasta el río de la Antigua. Este territorio fue delimitado por el tipo de lengua que se practicaba, el totonaco, que se continuaba hablando en dicha región hasta 1940 (Kelly y Palerm, 1952).

Jóvenes de la comunidad de Montellano. Foto: Daniela Garrido

La historia mítica del pueblo totonaca se remonta, como la de otros pueblos del centro de México, a una migración que vino del norte de un lugar llamado Chicomostoc. Torquemada se refería a los totonacas como los constructores de Teotihuacan y a la caída de esta ciudad migraron a la región del Tajín en Veracruz, cobrando mayor relevancia por su ubicación geográfica. Algunos especialistas sugieren que la cultura totonaca es originalmente de la sierra.11

La decadencia de Teotihuacan inició un largo periodo en el que hubo muchos reacomodos y migraciones. Algunos investigadores han señalado que tras ese descenso, ligado a la destrucción ritual de la ciudad alrededor de 750 d.C., El Tajín, que vivió entonces su apogeo, se convirtió en una especie de Estado sucesor. Más importante aun, este acontecimiento provocó un reordenamiento espacial a nivel mesoamericano, ya que la Cuenca de México dejó de ser el centro más destacado, aunque varios siglos después volvería a ser el ombligo de la luna.

En este tiempo la Sierra ocupó una posición nuclear en Mesoamérica. Se convirtió en el centro de las redes de comunicación e intercambio entre el altiplano y la costa, y las poblaciones que la habitaban se reordenaron en torno a otros centros, como Xochicalco y El Tajín. Los toltecas de Tula, cuyo mayor esplendor se inició hacia el 950 d.C., llegaron a adquirir el control de una porción importante de la Sierra: Tulancingo, Acaxochitlán y Huauchinango fueron parte integrante del Estado tolteca.12 Esto favoreció los intercambios culturales con los pueblos de la costa, probablemente se usaron las viejas rutas de comercio teotihuacanas. Sin embargo, mucho cambió en la dinámica social y cultural de la región de la sierra donde hasta entonces predominaban los totonacas y en menor medida los tepehuas. En la zona se comenzó a sentir la influencia y el asentamiento de comunidades nahuas, lo que obligó a los totonacas a migrar hacia el Oriente.

Los pueblos nahuas también comparten un tronco lingüístico que se puede llamar proto-nahua cuya ubicación geográfica probablemente es la región donde se unen los estados de Jalisco, Nayarit, Zacatecas y Durango. Las primeras migraciones de nahuas hacia el sureste, hasta la costa de Oaxaca y la extensa cuenca del río Balsas, parecen haberse llevado a cabo entre el 900 y el 300 a.C. En una segunda migración los nahuas llegaron hasta el noreste de Mesoamérica entre el 600 y 1100 d.C. La última gran migración nahua fue desde Occidente hacia el Altiplano Central y tuvo lugar hacia el 900 y el 1300 d.C. (Wright, 2010). El dominio nahua del Altiplano Central fue un proceso gradual que fue desplazando a los pueblos otomíes, totonacos y otros grupos de otopames desde los valles del Altiplano Central hacia el Occidente: Michoacán y el sur de Jalisco. Hacia el Oriente, el refugio se encontró en el valle poblano-tlaxcalteca y la Sierra Madre Oriental, en la confluencia de los actuales estados de Hidalgo, Puebla y Veracruz. Pero la fuerte presencia que estos pueblos tenían en los núcleos urbanos importantes del Altiplano Central y la costa del Golfo les permitió una continua convivencia cultural y económica, que aun con las inmigraciones nahuas no disminuyó. Las evidencias arqueológicas demuestran que compartían los espacios públicos, los recintos sagrados, los mercados, etcétera. Las relaciones entre estos pueblos han sido amplias y frecuentes, lo que ha permitido que compartan muchos elementos culturales hasta la época contemporánea.

Reunión en Cuautepec. Foto: Daniela Garrido

Entre los años 1300-1500 d.C. el territorio, la población y las relaciones culturales en el Altiplano Central cambiaron fuertemente debido a una multitud de migraciones de grupos norteños hacia el centro de México, donde la cuenca y sus ríos hacían más habitable el territorio. La mayor parte de las poblaciones de importancia económica y religiosa estaban compuestas de diversos pueblos y eran plurilingües. Este crecimiento poblacional y la fundación de nuevos pueblos y grandes ciudades como la de Tenochtitlan, hicieron que el Totonacapan y la Sierra fueran espacios estratégicos para el abasto urbano, específicamente para la Triple Alianza. Desde 1428, los mexicas se convirtieron en la potencia dominante de la Cuenca de México tras derrotar a Azcapotzalco en alianza con los acolhuas de Texcoco y los tepanecas de Tlacopan. Para aumentar su zona de control la Triple Alianza aprovechó antiguas estructuras tributarias e incorporó como auxiliares militares a grupos otomíes que estaban habituados a negociar y defender sus territorios de los grupos seminómadas de la Gran Chichimeca, con la que colindaban.

En el siglo XV, la expansión del Estado mexica estableció en el Totonacapan diversas guarniciones para establecer su dominio a través del cobro de tributo. Existen diversas crónicas acerca de la importancia estratégica de la región totonaca en el abasto de maíz durante las hambrunas de 1450 y 1505 registradas por los mexicas: “en ese tiempo todo se volvió totonaca”. Era el Totonacapan el corazón de Mesoamérica, el espacio geográfico que, con sus lomeríos y llanos donde había lagunas y surcaban ríos, dio vida y abasteció a las ciudades y pueblos de la Cuenca de México. Fue un espacio y un tiempo de convergencia cultural y económica.

Las formas de organización política y territorial de los pueblos totonacas, otomíes y nahuas han sido estudiadas con detenimiento y se ha llegado a suponer que la continua convivencia entre estas culturas, así como la expansión tributaria de la Triple Alianza, permitieron que se consolidara a finales del siglo XIV una forma de organización del territorio y su gente que en lengua náhuatl es conocida como altepetl.13 En su estructura elemental, dice Lockhart, el altepetl estaba formado por una población de un mismo origen cultural que contenía en su interior a otros grupos llamados calpulli dirigidos por sus respectivos representantes. La unión de estos calpulli constituía el altepetl y todo altepetl estaba asociado a un dios tutelar que era visto como el ancestro más antiguo de su linaje. El altepetl era regido por un gobernante llamado tlatoani o señor que, según las narraciones locales, descendía de ese linaje divino.14 Esta forma de organización territorial sobrevivió a la Conquista y en el periodo colonial se le llamó pueblo o señorío indistintamente. Su continuidad en el virreinato fue esencial para el desarrollo de los proyectos colonizadores de los españoles, pero como hemos dicho, abrió un breve espacio de autonomía que logró que perviviera la comunalidad y una importante territorialidad de los pueblos. La encomienda, los cabildos y las tasaciones tributarias coloniales estuvieron siempre referidas a la base que el altepetl proporcionaba.

Recientemente esta configuración del territorio y su gente como una unidad indisoluble se ha visto complementada con el concepto ecológico de hábitat, que ha permitido entender la compleja interrelación entre el territorio y su gente, con el aprovechamiento y cuidado de sus recursos o, visto de otro modo, de sus ámbitos de comunidad o bienes comunes, que establecen de inmediato el tejido de relaciones presentes entre la gente y la naturaleza.

Los hábitats montañosos de la Sierra son un ejemplo de ello: las comunidades se asentaron a partir de los cerros que en su experiencia eran los que contenían el agua. Sin agua no era posible sobrevivir y sin cerros tampoco, a los cerros se adhieren las nubes y de ellos escurre el agua por arroyos superficiales, pero sobre todo, por escurrimientos subterráneos hacia manantiales. Fernández Christlieb explica que casi siempre el territorio privilegiado por los pueblos mesoamericanos para establecerse implicaba que hubiera un cerro al que le daban mayor importancia y no es extraño que dicho cerro jugara un papel fundamental en la dinámica hidrológica del área. Esa topografía montañosa y esa red de cuerpos de agua subterránea y superficial deben ser tomadas como parte de la definición del altepetl y parte fundamental de la construcción de su identidad, pues los componentes físicos del hábitat también se vinculaban con el mítico lugar de origen.

La importancia del altepetl en los pueblos del Altiplano y centro de México radica entonces en la configuración real y simbólica del mundo: el origen mítico del pueblo, la forma de organización política de su territorio y las instituciones comunitarias formadas a su paso

La importancia del altepetl en los pueblos del Altiplano y centro de México radica entonces en la configuración real y simbólica del mundo: el origen mítico del pueblo, la forma de organización política de su territorio y las instituciones comunitarias formadas a su paso. El altépetl con sus calpullis, cada uno con su tlatoque compartiendo la rotatividad de los cargos. El control del uso y usufructo de la tierra entre los habitantes de un altepetl. El tequio, las fiestas y el tianguis, como base de las relaciones comunitarias, donde los cerros, las montañas y el agua son el espacio de vida de cada colectividad. Esta configuración es pieza fundamental en la vida de los pueblos indígenas aún hoy.

El refugio de la Sierra. En el momento de la Conquista había numerosos señoríos otomíes en el Altiplano Central interactuando con los demás centros de poder. También había barrios otomíes, mazahuas, matlatzincas y tlahuicas en buena parte de los señoríos plurilingües dentro de la Triple Alianza, sobre todo en Tlacopan, la actual Tacuba. Los otomíes también vivían dentro de las principales confederaciones político-militares del centro de México: la confederación tlaxcalteca y el Estado purépecha, así como los señoríos independientes de Huexotzinco, Tliliuhquitepec, Tototepec y Metztitlan. Sin embargo, también había una fuerte estigmatización contra ellos. Los nahuas los comparaban con los grupos nómadas que llamaban chichimecas. Este estereotipo se reafirmó en el periodo colonial sobre todo en los textos de Sahagún y Motolinía.

A principios del siglo XVI el señorío predominante en el oriente del territorio de Tlaxcala era Tecoac, un pueblo otomí que intercambiaba con la confederación tlaxcalteca servicios defensivos por derechos de asentamiento. Aquí se verificó el primer enfrentamiento militar de Cortés en su marcha a Tenochtitlan en septiembre de 1519. Después de combatir contra los españoles en nombre de los tlaxcaltecas, los otomíes se convirtieron, junto con éstos, en sus aliados para derrotar a los mexicas. Cuando Cortés fue expulsado de Tenochtitlan durante la noche del 30 de junio 1520, los otomíes de Teocalhueyacan, a quienes parecen haberse sumado otros del Mezquital, ofrecieron refugio y suministros a sus maltrechas huestes. A cambio de este apoyo el conquistador ofreció dar a su pueblo el título de cabecera, librándolos de la carga tributaria que pagaban a los mexicas (Levin, 2020).

Aparentemente la oferta nunca se cumplió, pero tras la derrota de Tenochtitlan los españoles renovaron sus alianzas con los otomíes, esta vez los del señorío de Xilotepec, donde pronto se consolidó una élite gobernante indígena. Para 1526 los otomíes que se quedaron en Xilotepec eran tributarios de la Corona por encomienda, otorgada al capitán español Juan Jaramillo, pero seguían gobernados por sus propios “señores principales”. Sin embargo, los otomíes, pueblos de frontera, autónomos y móviles desde mucho antes de la conquista española, evadieron el dominio español en pequeños grupos de familias que dejaron sus asentamientos y migraron hacia la sierra, el Valle del Mezquital y el Bajío. En estas zonas de refugio tuvieron una relativa independencia hasta bien entrado el siglo XVII.

En el siglo XVI con la invasión española sobrevino el despojo de tierras, la guerra y las epidemias. Los gobernantes totonacas, que inicialmente vieron en Cortés un aliado para acabar con el dominio mexica, se enfrentaron junto con sus pueblos a los españoles. Sin embargo, se vieron obligados a abandonar sus tierras y huir a las regiones montañosas apartadas: las fronteras culturales del Totonacapan cambiaron. Los pueblos se refugiaron en la Sierra Norte de Puebla en la zona de Huachinango y en Pahuatlán en menor cantidad. La migración totonaca a lugares poco accesibles para los españoles redujo la extensión de su territorio y lo segmentó en pequeños pueblos sin aparente relación. No obstante, estos pueblos totonacas continuaron reproduciendo su cultura y resistiendo ante la agresión cultural, social, económica y política a lo largo del periodo colonial (Chenaut, 1995).

Estas tierras de la Sierra ocupadas por los totonacas, otomíes, nahuas y tepehuas no fueron inicialmente de vital importancia para los españoles, que prefirieron la llanura y el somonte para establecer grandes propiedades dedicadas a la agricultura y ganadería colonial. La alta montaña era inhóspita y poco comunicada. En todo el siglo XVI y principios del XVII, según García Martínez, no había en la Sierra prácticamente ningún pedazo de tierra en poder de españoles. En la región de la Sierra la extracción de tributo quedó a cargo de los calpixques o recaudadores. Sin embargo, en esta época la población descendió notablemente por las epidemias y los encomenderos como Francisco de Montejo, que recibió las encomiendas de Matlatlán y Chila, no se interesó por estos dos lugares cuya población declinó pronto hasta casi desaparecer. No obstante, como hemos dicho, la esclavitud por repartimiento fue una práctica constante en los siglos XVI y XVII. Motolinía decía: se llevaron cincuenta indios por encomienda para laborar en las tierras bajas (García, 1987).

En general, los españoles creían por entonces que las tierras más ricas de la Nueva España eran precisamente las situadas entre las costas y el Altiplano, entre otras razones por su elevada densidad de población, lo que significaba abundancia de servicios y tributos. Éstos consistían generalmente en mantas de algodón, maíz y miel, pero también podían incluir oro aluvial. Pero esta región también fue afectada por las epidemias; algunos de los pueblos de la parte más baja de la Sierra, en su mayoría ubicados dentro de la región totonaca, habían casi desaparecido del mapa, al grado de que “apenas se les volvió a mencionar, como no fuese entre las encomiendas más pobres” (García, 1987).

Los españoles que se establecieron en la Sierra no penetraron mayormente en ella y mucho menos “en sus partes más bajas, calurosas y enfermizas”, sino que se concentraron en las áreas más próximas al altiplano y a las rutas accesibles por los colonizadores, donde el clima era más templado, el terreno menos escabroso, y las condiciones favorecían la agricultura y la ganadería de tipo europeo. Para finales del XVII y principios del XVIII la Sierra también era un lugar de ganado. Inicialmente los encomenderos habían establecido estancias de ganado menor (ovejas y cabras) de manera individual como negocio propio. Pero posteriormente hay evidencias de caciques locales que fueron “favorecidos” con mercedes de estancias para cría de ganado en menor escala. La documentación disponible permite destacar, entre los ganaderos indígenas, a don Andrés de Arellano, cacique de Pahuatlán, a varios principales de Tlatlauquitepec y a la comunidad de este mismo pueblo (García, 1987).

Asamblea en San Nicolás. Foto: Daniela Garrido

La política colonial de congregaciones fue fundamental para el control y la evangelización de la población dispersa de la Sierra. Los agustinos y los franciscanos construyeron iglesias y capillas en algunos parajes de las montañas y junto con los corregidores españoles obligaron a los grupos de otomíes, totonacas, nahuas y tepehuas que huyeron a la sierra a registrarse en un padrón de tributarios que servía como base para crear pueblos de indios. “La nueva población se concentraba alrededor de la iglesia y el cabildo, y a cada familia se le daba un solar de veinticinco varas en cuadro para hacer una casa de madera enjarrada y zacate, la cual, de acuerdo con las disposiciones oficiales, debía tener treinta pies de frente por doce de fondo”. El pueblo debía estar compuesto de calles y barrios que quizá los españoles imaginaban de otra forma, pero los pueblos indígenas retomaron la forma de organización antigua, el altepetl.

Las transformaciones espaciales que los pueblos otomíes, totonacos, nahuas y tepehuas experimentaron como resultado de la invasión española resultó en una multitud de pueblos desaparecidos, lugares sagrados abandonados, rutas comerciales pérdidas o copadas por los españoles con otros objetivos. La política de congregación fundó arbitrariamente nuevos pueblos en lugares ajenos a la población indígena, y aunque intentó que estas nuevas repúblicas de indios se establecieran en antiguos altepeme, esto fue casi imposible en la Sierra, salvo en contadas excepciones como en Pahuatlán, Huauchinango y Tlatlauquitepec. Sin embargo, favorecieron el desarrollo del pueblo en su sentido estrecho de caserío o poblado y promovieron la multiplicación de asentamientos con ordenamiento colonial. Esto fragmentó y atomizó la antigua organización del altepetl prehispánico.

En cuanto a la propiedad de la tierra, los programas de congregación dieron oportunidad a los funcionarios españoles, corporaciones eclesiásticas y sacerdotes de hacerse de propiedades. La apropiación y la compra de tierras de los pueblos fue muy frecuente. Posteriormente la política colonial de “composición de tierras” legalizaría a buen número de este tipo de propiedades de origen ilegal: haciendas, tierras y aguas conseguidas a través del despojo que pasaron a manos de españoles y mestizos. La legalización de propiedades promovida por la Corona española también benefició a los caciques locales y a algunos indios principales cuyos patrimonios de tierras entraron en las diligencias de composición y recibieron el tratamiento de propiedades privadas. Las composiciones de tierras también fueron útiles a los pueblos sujetos para contar con una base territorial propia y argumentar la separación de sus cabeceras. Pero sobre todo, fue un argumento jurídico que los pueblos indígenas tuvieron para legalizar sus bienes de comunidad que incluían las tierras del pueblo (fundo legal) y que eran comunales.

Los pueblos otomíes, totonacos, nahuas y tepehuas de la Sierra resistieron a todo este proceso, a pesar de los múltiples embates contra su territorio, identidad y cultura; continuaron viviendo en estrecha relación con el territorio que habitaron y lo reconfiguraron sobre la base del altepetl prehispánico. Los cerros y el agua siguieron siendo parte de la vida de los pueblos, la interrelación entre el cuidado a la tierra y los manantiales y el culto a las deidades que dan vida se mantuvo con otras caras y nombres resultado del sincretismo religioso, de los pueblos. La vida comunitaria y el uso colectivo de los recursos de la tierra han permitido la reconstitución de su cultura y su identidad.

Mujeres en la asamblea de San Nicolás. Foto: Daniela Garrido

La Sierra Norte en el Estado-Nación. El siglo XIX en la Sierra inició marcado por un incremento en la producción cafetalera. La propagación del cultivo de café en la región redujo en alguna medida las tierras campesinas dedicadas al maíz y al chile, pero sobre todo diversificó las alternativas de ganancia para los caciques locales. Hasta ese momento, el poder a nivel municipal se ejercía a través del control de la producción cañera en las zonas bajas y de la intervención en la comercialización y la fiscalización de la panela y el aguardiente. El café se convirtió entonces en otro cultivo comercial susceptible de acaparamiento por parte de las élites locales.

Si bien el interés territorial del régimen colonial por la región había disminuido desde finales del siglo XVIII debido a su lejanía de los centros urbanos más prominentes, la importancia geográfica de los pueblos serranos seguía pesando gracias a su posición central en las rutas comerciales que unían al golfo con el Altiplano Central. Ahí, la presencia de un sector criollo y mestizo dominante logró subsistir gracias al control de la producción y el mercadeo de estos dos monocultivos (café y caña) a través de la arriería.

Las técnicas de cultivo de café de aquel momento exigían inversiones de trabajo difíciles de cubrir para los pequeños propietarios de la región. Una estrategia que las familias adoptaron para enfrentar las agotadoras condiciones de producción del grano fue recurrir a su sentido comunal del territorio, un rasgo profundo que subyace a las formas de tenencia de la tierra impuestas a lo largo de la historia. La organización del trabajo en forma de pequeñas cooperativas que entregaban su producto a los dueños de bodegas regionales fue una importante vía para la expansión económica del café en la Sierra.

Siglos después, el advenimiento de la economía del café vino acompañado de un aumento de la ganadería bovina, lo que a su vez provocó un descenso importante, por el cambio de uso de suelo, en la producción de caña, panela, dulces y aguardientes. En muy pocos años, la caída de los precios del café desanimó el entramado que se había tejido en las comunidades alrededor de él

El régimen de pequeña propiedad que predomina en la región es producto del proceso de fractura, reubicación y congregación de los pueblos durante la Colonia y su continuidad está vinculada a la agreste topografía regional. La configuración agraria perduró durante todo el siglo XIX y sobrevivió a las sacudidas de la Revolución Mexicana y a los cambios estructurales que implicó la reforma agraria a nivel nacional.

Esta estructura agraria en la región, caracterizada por la presencia considerable de pequeña propiedad privada, es particular en la historia rural contemporánea de México, donde muchas comunidades lograron la re-colectivización de la tierra a través de la figura del ejido o la restitución de sus antiguos fundos a partir de los bienes comunales. Pero la singularidad de una región indígena con preeminencia de tenencia privada no se debe sólo a las disposiciones políticas coloniales que, como en muchas otras regiones del continente, significaron un desastre para la vida de los pueblos, pero tampoco se puede atribuir su persistencia únicamente a lo accidentado del terreno montañés y a la fragmentación territorial que esto promovió, si bien esta fragmentación promovida por la congregación de pueblos “y la formación de la propiedad privada también dio origen a leyes que en teoría protegían también las tierras de los ’naturales’”.15

La adopción y persistencia generalizada de la forma agraria llamada pequeña propiedad por parte de las comunidades otomíes, nahuas, totonacas y tepehuas de la sierra seguramente está vinculada a la historia postvirreinal y a las decisiones estratégicas que los pueblos han tenido que tomar a lo largo de ésta.

A la caída del régimen virreinal, los intereses de los distintos grupos políticos mexicanos en disputa fijaron su atención en regiones como la Sierra Norte de Puebla y la Huasteca hidalguense, pues el dominio político de estos territorios representaba el control de las rutas comerciales y de comunicación entre la costa atlántica y el centro del país. No es producto del azar que en la región se haya desarrollado una de las vetas más sólidas del liberalismo radical decimonónico. Desde la lucha guerrillera de Serafín Olarte contra el ejército realista, hasta los movimientos militares operados en la región por Juan N. Méndez, Juan Crisóstomo y Juan Francisco Lucas (Los Tres Juanes de la Sierra Norte) y los operativos del pahuateco Antonio Téllez Vaquier, ocupados primero en el reforzamiento de la defensa contra la invasión francesa y luego en el apuntalamiento del régimen porfirista, el siglo XIX en la sierra poblana está profundamente marcado por la influencia ideológica del liberalismo.

Ya fuera por leva (no hay que olvidar que el sexto batallón de la Guardia Nacional encontró en la cañada del río San Marcos uno de sus principales bastiones de reclutamiento), por convicción o por estrategia, en toda la región se observó una masiva adherencia desde las comunidades al bando liberal que disputaba el poder nacional. Y en el centro de este encuentro que el proceso histórico destiló entre los intereses caciquiles de los patrones que devinieron en jefes militares y los de las comunidades indígenas, se encontraba un choque en la concepción sobre la tenencia de la tierra. Muchos fueron los habitantes que se sumaron a la causa liberal pretendiendo la defensa de la tierra en común y, sin embargo, el grupo político vencedor de la Guerra de Reforma terminó imponiendo en la región su concepción privada de la tenencia.

Escribió el historiador Guy Thomson, no sin cierta arrogancia británica, que otros efectos del proceso liberal del siglo XIX en la Sierra fueron la formación de la Guardia Nacional; la abolición de los impuestos a indígenas; la abolición de la “Dominica” —la doctrina y la educación cristiana–y su cambio por el Chicontepec (un impuesto municipal para pagar la educación pública y secular); la venta forzada de la propiedad corporativa; la subdivisión y privatización de las tierras comunes; la abolición del servicio personal forzoso y gratuito, las faenas de prisión, castigo corporal o muerte por deudas; la prohibición del uso de vestidos religiosos, del uso excesivo de campanas y de los festivales y las procesiones religiosas más allá de los templos; el establecimiento de un Registro Civil universal que controlaba las estadísticas vitales y el cambio de la propiedad agraria a través de la desamortización de las tierras de los indígenas y el surgimiento del individuo.

Con la ley Lerdo y el proceso de desamortización de tierras de las corporaciones que afectó fuertemente a las comunidades indígenas, hubo rebeliones y un descontento generalizado. Sin embargo, también se hizo uso de estrategias legales para la defensa de sus tierras comunales. En el caso de los totonacos de la Huasteca potosina e hidalguense, usaron una modalidad de la propiedad privada a la que también se le conoció como condueñazgo y sirvió para simular que se acataban las disposiciones individualizadoras de las tierras comunales. Esta modalidad jurídica también conocida como sociedad agraria contó con personalidad legal para defender las tierras ante los tribunales, pero lo más importante es que permitió la conservación de la propiedad comunal en manos de los pueblos, pero como copropiedades societarias con personalidad moral.16

El origen y la persistencia de la liberalización de la tenencia de la tierra es aún hoy una discusión. Lo cierto es que, con el antecedente de la influencia liberal en la Sierra, durante el porfiriato se consolidó la economía mercantil capitalista en la región. Crecieron la producción y el mercado cafeticultor al igual que la renta de la hacienda azucarera; se expandió la industria textil, se construyó el complejo hidroeléctrico Necaxa y en 1881 se terminó el tendido de la línea del ferrocarril que llegó hasta Honey y que comunicó a Tulancingo con la capital del país.

Asamblea en San Pablito Pahuatlán. Foto: Daniela Garrido

Desde luego, los beneficios del desarrollo económico fueron acumulados por los grupos empresariales y familias de la oligarquía local residentes en los distintos centros urbanos de la región, desde Huayacocotla, en el norte veracruzano, hasta Cuetzalan, al sur del macizo montañoso, e incluyendo a las ciudades de Huauchinango y Xicotepec, pero no alcanzaron nunca a las comunidades que nuevamente vieron fragmentado su territorio, sometida su producción y oprimida u olvidada su presencia.

Así, la participación de los pueblos de la Sierra en el movimiento revolucionario que inició en 1910 tiene que ver, en primera instancia, con los agravios económicos que entrañaba el acaparamiento de la producción y el comercio de la panela por parte de un pequeño grupo radicado en Huauchinango. También es posible encontrar otra vez la relación del sector campesino con ciertos grupos de poder local que, por supuesto, continuaron la tradición liberal poblana a inicios del siglo XX. El control político y económico de la región a través del debilitamiento o desmantelamiento de los poderes centrales, afirman López y Villegas (2017), es nuevamente el trasfondo que involucra a las élites en la conflagración. Por otro lado, los mismos autores descartan la lucha agraria como un motivo fundamental de las comunidades para involucrarse en la guerra.

En medio de un autonomismo promovido por las élites locales y la represión de estos impulsos, primero por las fuerzas huertistas y luego por los federales alineados al carrancismo, la guerra en la sierra se tornó una secuencia de campañas punitivas que pulverizaron la resistencia y motivaron el terror en los pueblos. El proceso revolucionario, como en muchas regiones del país, fue complejo y doloroso y sus resultados inmediatos, conseguidos con pequeños pactos entre jefes políticos y militares, no favorecieron la justicia social reclamada por los pueblos.

Luego del fin de los enfrentamientos armados de la Revolución y ya entrada la segunda década del siglo XX, sobrevinieron en la región una serie de transformaciones radicales en la organización territorial. La función que la zona comenzó a cumplir respondía cada vez más claramente a las necesidades de desarrollo de la industria nacional y la agricultura comercial. Según Korinta Maldonado, la dinámica regional al interior de la Sierra va a cambiar definitivamente a partir de la década de los cuarenta.

En algunos pueblos se ejecutó la reforma agraria a través de la dotación de ejidos, pero el escaso reparto agrario a los pueblos campesinos de la región no fue el motor del cambio en la dinámica socioeconómica, como sí lo serían las consecuencias de la expropiación petrolera y la construcción de un polo de desarrollo industrial en Poza Rica, Veracruz. El inicio de la explotación petrolera en esta ciudad desató la construcción de caminos y carreteras en la región. Así, las ciudades más grandes de la Sierra adquirieron renovada importancia comercial y en ellas comenzaron a desarrollarse empresas agrícolas y pecuarias.

A partir de los años sesenta y durante las siguientes dos décadas, el café se convirtió en el producto central de la región. De 9 mil hectáreas dedicadas a este grano en 1970, se pasó a 14 mil en 1986; el tonelaje del producto de ese año representó el 5% de la producción a nivel nacional. Una enorme dependencia económica respecto al mercado internacional del aromático se desarrolló en la región. Ante la exigencia de productividad para mantenerse en el mercado, nuevamente, los campesinos afrontaron las desventajas que les imponía la excesiva parcelización mediante la estrategia de la asociación. Ése fue el momento del nacimiento de numerosas cooperativas cafetaleras que luego germinaron en un potente movimiento indígena y campesino, activo en la transición entre los siglos XX y XXI.

El advenimiento de la economía del café vino acompañado de un aumento de la ganadería bovina, lo que a su vez provocó un descenso importante, por el cambio de uso de suelo, en la producción de caña, panela, dulces y aguardientes. En muy pocos años, la caída de los precios del café desanimó el entramado que se había tejido en las comunidades alrededor de él. La migración hacia los Estados Unidos se exacerbó y los contados cafetales que sobrevivieron sufren hoy la plaga de la roya y el intento de las transnacionales y los gobiernos de terminar con la variedad arábica para cambiar a la robusta.

La experiencia comunitaria de la dependencia a los monocultivos de exportación y a la producción para la industria agrícola ha dejado una lección clara. Hoy muchas familias dedican parte de sus jornadas a las huertas de traspatio donde se diversifican las hortalizas, los frutales, y con ellos, las alternativas. Los productos que por centenares de años han sustentado su vida: el maíz, el chile, el frijol y el cacahuate, nuevamente se encuentran en el centro de sus preocupaciones laborales.

El territorio serrano a inicios del siglo XXI. La idea de la cuestión agraria, que comúnmente se entiende en México a partir del ejido, la propiedad privada y los bienes comunales, las tres formas legales enunciadas en el artículo 27 de la Constitución, encuentra en la Sierra dimensiones profundas que nos remiten a los ríos subterráneos de la historia y la cultura de los pueblos. Estas corrientes emergen a la superficie como lo hacen los manantiales y nos permiten sospechar el insondable significado de la resistencia de las comunidades y de la defensa de su territorio.

Así como las campanas prohibidas por los liberales hoy cantan alegres en todas las cañadas y fijan los sentimientos de pertenencia de los habitantes a sus pueblos, la relación comunitaria con la tierra traspasa las formas legales impuestas por el Estado y la propiedad privada es rebasada por el disfrute y el respeto colectivo. Diría Galinier: todo ocurre en el marco de la organización comunal.

La relación con el territorio se acompaña del trabajo en común, de la organización social que éste implica, de la toma de decisiones de forma autónoma y por supuesto de la fiesta y del respeto por lo sagrado, todo protegido por la atmósfera de la lengua materna, como nos enseña Alfredo Zepeda, quien con gran sabiduría opone la convivencia a la idea de la “multiculturalidad”: “hablamos de una convivencia entre quienes están y habitan el territorio común, diferenciado por las atmósferas de sus diferentes idiomas, pero a fin de cuentas una convivencia de mutualidad entre quienes comparten el espacio común”.

Investigadores de lo agrario en México como Soto y Gama, Van Young o John Tutino17 se daban cuenta que hablar de un acaparamiento agrario o la privatización de la tierra no toca solamente el objeto tierra sino que implica de entrada el desmantelamiento del tejido de relaciones que son el sustento principal de la autonomía y la subsistencia, de la cohesión de la comunidad campesina, sea originaria o no. Cualquier acaparamiento, privatización o individualización afecta profundamente la vida de las comunidades y sus horizontes. Lo crucial (independientemente del régimen agrario del que gocen, sea comunal [con títulos virreinales], ejidal con concesiones revolucionarias o de “propiedad privada”, porque se les individualizó o porque desde siempre mantuvieron su tierra de antaño) sigue siendo haber podido mantener el control y la relación con su territorio, con su binomio agua-cerro, como personas que trabajan sus tierras y además están organizadas comunitariamente en poblados o comunidades.

Así, en un mismo espacio nacional pueden coexistir formas de propiedad y/o de organización social que se permiten o se ignoran, se promueven y se utilizan (más allá de la dominación más amplia que puedan ejercer una sobre otra).

La relación con el territorio es mucho más potente que una acotada forma de tenencia. Hoy, ante el nuevo embate de despojos que se pretende imponer a los pueblos a través de gasoductos, minería y otros proyectos ajenos que en nada benefician a la región, los pueblos abrevan de sus manantiales y se reconstituyen una vez más. Están preparados para defender la Sierra.

Foto: Daniela Garrido

Fuentes

María Buznego y María Pérez, “Aquí en Pahuatlán, el pez gordo se come al chico: migración en la Huasteca poblana”, Amérique Latine Histoire et Mémoire, 2009, disponible en: https://journals.openedition.org/alhim/3150.

Victoria Chenaut, Aquellos que vuelan: Los totonacos del siglo XIX, Colección Historia de los pueblos indígenas de México, INI/CIESAS, 1995.

Federico Fernández y Ángel García, Territorialidad y paisaje en el Altépetl del siglo XVI. FCE, 2006.

Jacques Galinier, Pueblos de la Sierra Madre. Etnografía de la comunidad otomí, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Instituto Nacional Indigenista, México, 1987.

Bernardo García, Los pueblos de la sierra: el poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla hasta 1700, Colegio de México, 1987.

Carlos Inchaustegui et. al, “Nahuas de la Sierra Negra (Norte) de Puebla”, Proyecto Perfiles Indígenas de México. Documento de Trabajo, Ciesas, Conacyt, 2008

Isabel Kelly y Ángel Palerm (1952) en Victoria Chenaut op. cit.

Danna A. Levin, “Los otomíes como conquistadores y colonos de frontera en el periodo virreinal”, Noticonquista, 2020, disponible en: https://noticonquista. unam.mx.

James Lockhart, El Altepetl como formación sociopolítica de la Cuenca de México. Su origen y desarrollo durante el posclásico medio. FCE, 1999.

Óscar López y Diana Villegas, “Líderes locales, liberalismo y autonomía en la Revolución Mexicana. Pahuatlán, Puebla, 1911-1914”, HiSTOReLo, Revista de Historia Regional y Local, vol. 9, núm. 18, Universidad Nacional de Colombia, 2017, disponible en: https://revistas.unal.edu.co.

Korinta Maldonado, En búsqueda del paraíso perdido del Totonacapan: Imaginarios geográficos totonacas, Tesis de maestría en desarrollo rural, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2002.

Antonio Soto y Gama, Historia del agrarismo en México, Ediciones ERA, 2002, p. 329.

John Tutino, “Cambio social agrario y rebelión campesina en el México decimonónico: el caso de Chalco”, en el libro compilado por Friedrich Katz: Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo xvi al siglo xx. en Ediciones ERA, México, 1990, pp. 96-97.

De la insurrección a la revolución en México, las bases sociales de la violencia agraria 1750-1940, Ediciones ERA, 1986, pp. 208-209.

Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 18101821, Fondo de Cultura Económica, 2001.

David Wright, “El papel de los otomíes en las culturas del altiplano central: 5000 a.C.-1650 d. C”. En Otopames. Memoria del primer Coloquio, E. Fernando Nava

L. (comp.). México, UNAM-IIA, 2002, pp. 323-336.


  1. Gustavo Gordillo, “El campo: contra-hechos”, parte 3, La Jornada, 16 de agosto de 2014, p. 19.

  2. John Tutino, “Cambio social agrario y rebelión campesina en el México decimonónico: el caso de Chalco”, en el libro compilado por Friedrich Katz: Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo xvi al siglo xx. en Ediciones ERA, México, 1990, pp. 96-97.

  3. John Tutino, De la insurrección a la revolución en México, las bases sociales de la violencia agraria 1750-1940, Ediciones ERA, 1986, pp. 208-209.

  4. Ibid. pp. 210-211.

  5. Antonio Soto y Gama, Historia del agrarismo en México, Ediciones ERA, 2002, p. 329.

  6. Ver John Tutino según citas 2 y 3; Antonio Soto y Gama, op.cit.

  7. Luisa Paré, “Caciquismo y estructura de poder en la Sierra Norte de Puebla", disponible en: Luisa Pare Caciquismo y estructura de poder en la Sierra Norte de Puebla Sierra-Norte-de-Puebla

  8. Un ejemplo claro es Veracruz, “...el municipio de Texcatepec y la parte meridional del de Zontecomatlán. Alrededor de Texcatepec, a 1,800 metros de altura, se extiende una vasta zona de colinas pedregosas muy difíciles de cultivar, donde afloran yacimientos de cuarzo, lo que originó el nombre del pueblo (de “texcatl”, espejo en náhuatl, y “tepec”, cerro). Todas las tierras están sometidas al régimen comunal, incluso aquéllas situadas en el espacio habitado del pueblo. La baja densidad de población y la dureza del suelo, que produce mediocres cosechas de habas, explican la ausencia de conflictos en torno a la tenencia de la tierra. De hecho, todo campesino puede disfrutar de un terreno, cuyas dimensiones dependen de la ayuda de que disponga para cultivarlo. Jacques Galinier, Pueblos de la sierra madre. Etnografía de la comunidad otomí. Cap V. “La tenencia de la tierra*”*. En otras partes de este municipio sí existió un conflicto agrario, como en Amaxac y sus comunidades colindantes, que sostuvieron una lucha de años (por lo menos desde 1921) por expulsar a los caciques ganaderos que invadieron la región al término de la Revolución. Ver Ramón Vera-Herrera, Veredas, historias en los filos del mundo, Itaca, México 2005

  9. Ibidem. Ver también Carlos Inchaustegui et. al, “Nahuas de la Sierra Negra (Norte) de Puebla”, Proyecto Perfiles Indígenas de México. Documento de Trabajo, Ciesas, Conacyt, 2008

  10. Para García, las regiones son espacios delimitados culturalmente y no áreas naturales demarcadas por sus características fisiográficas o ecológicas. Las regiones son entidades históricas, y por lo mismo sujetas al proceso de formación, cambio y desaparición comunes a toda manifestación humana.

  11. El origen de los totonacas es un largo debate aún no concluido. Bernardo García Martínez plantea que la cultura totonaca es originalmente de la sierra. La historia del área cultural mesoame-ricana es muy dinámica y compleja. Existen pocas fuentes que den cuenta de las migraciones y cambios sociales y culturales.

  12. Algunos investigadores suponen que Tula fue el producto de la unión entre los nonoalcas y los tolteca-chichimecas, llevada a cabo en Tulancingo bajo el aparente liderazgo cultural de los primeros. Véase Bernardo García, 1987.

  13. Entre los nahuas la palabra altepetl está compuesta de atl (agua) y tepetl (cerro). En el totonaco se expresa con la palabra chuchutsipi, formado de chuchut (agua) y sipi (cerro). Las variantes lingüisticas del totonaco y el tepehua expresaban xcansipi o xcansipej (de xcan, agua, y sipej, cerro). En el otomí existía (o se adaptó) la palabra anáehe antae hae, ligada a las formas andehe (agua) y noltae hae (cerro).

  14. En ciertos momentos, el altepetl podía migrar guiado por sus líderes y su dios tutelar, el cual era transportado en un bulto sagrado o tlaquimilolli, como es el caso de la historia mítica de los mexicas y la fundación de Tenochtitlan.

  15. Sergio Eduardo Carrera Quezada, “Las composiciones de tierras en los pueblos de indios en dos jurisdicciones de la Huasteca, 1692-1720”, en Estudios de Historia Novohispana 52, Instituto de Investigaciones Históricas, 2015.

  16. Ver Cecilia Fandós, “La formación de condueñazgos y copropiedades en las regiones de las Huastecas (México) y las tierras altas de Jujuy (Argentina)”, Revista de Historia Iberoamericana, agosto de 2017, donde afirma: “Gutiérrez Rivas, analizando situaciones de la Huasteca hidalguense y veracruzana, muestra el condueñazgo como una forma de resistencia al embate desamortizador y como una clara alternativa de las comunidades indígenas en pos de la preservación de su espacio comunal. Esta autora llega a catalogarlo como una ‘propiedad privada manejada de manera comunal’”.

  17. Además de las obras citadas de John Tutino y Antonio Soto y Gama, hay que consultar la obra de Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, Fondo de Cultura Económica, 2001.