En blanco y negro

21 de abril de 1998

De la letra A, de Acteal, a la letra Z, de zapatista, el alfabeto de la nueva guerra que camina necesita volver a ser deletreado. No es ya aquella guerra que sirvió para anunciar la Primera Declaración de la Selva Lacandona.

Tampoco la que no fue por la acción de los miles de miles que salieron a las calles a frenarla. Mucho menos la que pareció congelarse para ayudar a hacer nacer una patria nueva. No es la guerra que sin atreverse a decir su nombre hizo florecer a los paramilitares. Es la nueva guerra que camina, la que tiene como fin último devorar al otro.
Del alfabeto de la nueva guerra ha sido borrada la G de gris, y la M de mediación. En el mapa del campo de batalla en que se quiere convertir al país entero sólo existe la B de blanco y la N de negro: o se está a favor o se está en contra, o se es progubernamental o prozapatista. No hay opciones intermedias. La estrategia que construye la nueva guerra quiere viajar en el túnel del tiempo a los primeros días de 1994 para hacer hablar a las armas que la acción de la sociedad civil silenció. Quiere reeditar la batalla ideológica para resolver la insurrección sin atender las causas que la originaron y sin reconocer como interlocutor a su principal actor. Quiere destruir el marco legal y el tejido institucional construido durante más de cuatro años de diálogo y negociación.
En el centro del alfabeto de la nueva guerra se encuentra el combate a la I de intelectual. Hoy se ataca a José Saramago y a Susan Sontag como antes se criticaba a Alan Touraine o a Regis Debray. En aquel entonces, la ironía fácil al radical chic no tuvo más audiencia que la de los ya creyentes. La de ahora no parece tener mejor fortuna. Pero se critica también a la inteligencia nacional. La campaña está en marcha. Un artículo recientemente publicado señalaba: ``En un sector quizás mayoritario de la intelectualidad mexicana, ha imperado una actitud intelectual permisiva ante las estrategias y procedimientos del EZLN''. No se puede ser demócrata y apoyar a la guerrilla, afirman los pedagogos de la democracia salinista. Lo que en realidad dicen es: todo aquel que quiera una paz fincada en la solución de las causas que dieron origen al conflicto no es más que un zapatista emboscado.
El debate no es nuevo. Hace casi cuatro años y medio que se dio y el poder y sus intelectuales lo perdieron. Su derrota no fue sólo política sino también ética. El zapatismo ganó una legitimidad que no sufrió merma ni con los procesos electorales. De ella surgió un amplio movimiento que busca la paz con justicia y dignidad. El tiempo no la ha desgastado, por más que haya decantado sus perfiles. La Ley para el Diálogo, los acuerdos de San Andrés y la normatividad creada entre el EZLN y el gobierno federal son el marco legal producido por esa legitimidad.
En la generación de esta legitimidad junto a otros actores desempeñó un papel importante una capa de la intelectualidad que, poniendo distancia hacia la lucha armada, reconoció la justeza de las demandas zapatistas y se identificó con su acción comunicativa. El déficit democrático y de respeto a los derechos humanos del gobierno federal impidió que, más allá de los círculos intelectuales que tradicionalmente le son cercanos o de quienes conciben la democracia como una mera cuestión procedimental, éste sumara apoyos significativos. Ni siquiera la visión crítica que sobre los rebeldes manifestaron destacados intelectuales independientes se tradujo en un aval hacia las posiciones gubernamentales.
Un sector amplio de la intelectualidad se comprometió a buscar salidas políticas al conflicto. Para ella, la posibilidad de solución se encontraba, más que en el acotamiento militar y las campañas de deslegitimación, en el reconocimiento de esa fuerza, en atender responsablemente su agenda y en el acercamiento del zapatismo con la sociedad civil. Fue como resultado de esa concepción que varios de estos intelectuales pasaron a ser asesores del EZLN durante los diálogos de San Andrés. Se trataba de una asesoría para la paz no para la guerra. Facilitaron la construcción de vínculos con otros sectores sociales y colaboraron con la generación de una propuesta de solución no militar al conflicto. Su función respondió siempre a la normatividad acordada entre las partes.
La decisión de pintar en blanco y negro el mapa de la nueva guerra ha colocado a esta capa de la intelectualidad en un blanco sobre el que el poder ha decidido disparar. No sólo por lo que son, sino por lo que representan para el proceso. Necesitan deshacerse de todos los que quieren una salida política negociada.